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La inflación desbocada (15,9% en julio) anula el interés inversor al comerse el retorno real y motiva la depreciación de la lira turca (-36% frente al dólar en 2018). La inyección de liquidez por parte del banco central el lunes no ha servido en absoluto de cortafuegos, tampoco el comunicado del anuncio inminente de un nuevo plan económico. La rentabilidad del bono de gobierno a 10 años rozó el 20% esta semana. Parece que el tiempo se acaba. Debe acelerarse el ajuste de tipos de interés al alza, a la par que se debe adoptar una política fiscal restrictiva. Cuando un país ve empeorar su déficit por cuenta corriente, necesita generar superávit atrayendo inversiones o incrementando su deuda exterior. Si por falta de credibilidad no lo consigue, su divisa se deprecia. El nivel de deuda bruta externa sobre PIB se sitúa en el país otomano en torno al 60%, alcanzando de nuevo los máximos de la crisis de 2001, estando ahora el grueso en manos privadas. Además, se han elevado asimismo en un 10% las necesidades de financiación externa en los próximos doce meses. Hasta ahora, el apoyo fiscal y la situación de tipos reales negativos han impulsado el crecimiento del PIB, métrica impoluta de cara a las elecciones del pasado mes de junio. Ahora toca ponerse serios. La banca europea expuesta a Turquía sufre. La lira y la previsible alza en morosidad presionan las ratios de capital de la banca turca, siendo el cierre del grifo de su financiación externa la segunda derivada.
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