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La economía europea se está ralentizando significativamente por el impacto de la invasión rusa de Ucrania, que se añade a los efectos residuales de la crisis Covid, la debilidad de China y las dificultades persistentes en las cadenas de suministro. Además, la política monetaria más restrictiva para hacer frente a la elevada inflación europea también contribuye a que las estimaciones de crecimiento se hayan revisado a la baja. Actualmente el FMI espera que el PIB de la eurozona crezca un 2,8% en 2022, casi la mitad del 5,2% del año pasado. A pesar de que el IPC parece que va a moderar su escalada, las expectativas de inflación superan de lejos el objetivo del BCE a medio y largo plazo. En consecuencia, esta semana la presidenta Lagarde ha indicado que, por primera vez en 11 años, la autoridad monetaria subirá tipos de interés en su reunión de 21 de julio. La dificultad radica en adecuar el ritmo y la intensidad de las subidas a la necesidad de reducir la inflación sin sumir a la economía en una recesión. Si actúa demasiado tarde o tibiamente, los precios descontrolados acabarían mermando los márgenes empresariales por reducción del poder adquisitivo del consumidor y por incremento de los costes de producción. Si por contra, la subida de tipos es más acentuada podría ahogar el crecimiento económico que ya da muestras de desaceleración. Nada fácil calibrar bien el ¡so! y el ¡arre!
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